Hijo de ladrón / Hambre de vida

En Moscú, el día de la inauguración de la International Non Fiction Book Fair, se realizó la presentación de la nueva edición rusa de Hijo de ladrón. Junto al río Volga se recordó el original vínculo que une a Manuel Rojas con las utopías sociales y el espíritu humanista de los grandes y universales autores rusos: «Algunos de mis predilectos dioses dormían su ultimo sueño en Rusia… sin embargo, todos mis héroes eran chilenos, pobres, rotosos, subdesarrollados, ladrones, borrachos o vagos, pero míos. Cada uno tiene sus héroes y sus dioses y desgraciado de aquél que no tenga ni los unos ni los otros…»
Manuel Rojas vuelve Moscú
En una sala del segundo piso del gran edificio de la Casa de Los Artistas, el acto se llevó a cabo con la presencia de Juan Eduardo Eguiguren, embajador de Chile en la Federación de Rusia, el profesor Yuri Friedstein, Director del Departamento de Redacción y Edición de la Biblioteca de Literatura Extranjera Rudomino y la traductora a cargo de esta nueva publicación. La Fundación Manuel Rojas estuvo representada por su presidente Jorge Guerra. La embajada de Chile en Rusia promovió esta iniciativa la que contó con el apoyo de la Dirección de Asuntos Culturales del Ministerio de RREE de nuestro país, DIRAC. En años anteriores esta alianza con la Biblioteca Rudomino ha permitido la traducción de obras de Neruda y Parra.
El embajador Eguiguren, para quien esta ocasión fue su último acto oficial ya que deja su cargo de embajador en Rusia, destacó la importancia de Manuel Rojas como pionero en el modo de profundizar en la sicología de sus personajes provenientes del mundo marginal a partir de la vida de Aniceto Hevia, protagonista de su más importante obra. También se refirió a la relevancia de esta iniciativa en el acercamiento y difusión de la narrativa chilena en un país de gran tradición literaria como Rusia. “Estoy cierto –señaló– que con este trabajo estaremos acercando aún más la literatura chilena a la sociedad rusa e iremos avanzando en el estrechamiento de relaciones entre ambos pueblos”.
Por su parte Jorge Guerra, leyó un breve texto titulado “Manuel Rojas: Dioses dormidos y héroes despiertos” donde recordó el viaje a la Unión Soviética que hiciera Manuel Rojas en mayo de 1966, hace ya medio siglo. A partir de manuscritos inéditos pertenecientes a la Fundación, destacó la deuda que reconocía el escritor hacia los maestros rusos en el origen de su propia obra. Autores como Tolstoi, Gorki, Dostoyevski, entre otros, eran considerados por Rojas como sus “predilectos dioses», quienes no solo le enseñaron la estatura estética de su oficio sino también los valores de humanidad que se desprenden de cada una de sus obras. Como contrapartida reconocía que sus “héroes” eran todos chilenos: “pobres, rotosos, subdesarrollados, ladrones, borrachos o vagos, pero míos. Cada uno tiene sus héroes y sus dioses y desgraciado de aquél que no tenga ni los unos ni los otros”, señalaba.
Para referirse a Hijo de ladrón, Guerra recogió el magnífico prólogo de esta edición, titulado “El hambre de vida de Manuel Rojas”, escrito por el estudioso de la literatura hispanoamericana Zacharij Plavskin quien destaca la superación de la picaresca en la obra de Rojas, presentando en la novela a un protagonista –Aniceto Hevia– que se opone a toda organización que atente y amenace la libertad natural de los seres humanos. En esta tarea se une solidariamente a otros individuos con los que comparte su condición marginal…
JORGE GUERRA / Manuel Rojas: Dioses dormidos y héroes despiertos
Muchas veces, cuando Manuel Rojas recordaba la impresión que le había dejado algún lugar visitado, definía ese recuerdo como la imagen “sensible” y “geográfica” de ese lugar. Imagen que pasaba a formar parte de su “sentido de la cualidad de la vida” y que incrementaba su manera de acercarse a los seres y a las cosas. Un método que dejaba de lado lo que otros hubiesen escrito o dicho de ese lugar. Desechaba todo al momento de tomar contacto con un paisaje y con quienes lo habitaban. Ese era el método rojiano, fundado en la experiencia directa y, sobre todo, en la observación, en la mirada aguda y silenciosa que se detenía en hombres y mujeres que pasaban ante él. Una vez dijo: “Hay individuos que llegan a un país o a una ciudad y que piden, para enterarse de lo que allí ocurre, libros de historia, de antropología, estadística, etnología, folklore, arqueología. Nada. A mí deme usted una silla o un banco y gente a quien mirar, o árboles o pájaros si no hay gente, y quédese con todo lo demás…”
Dicho esto no es fácil entender, a primera vista, la cercanía que Rusia tenía para él, aquella Unión Soviética, cuando hace justo 50 años la visitó por primera y única vez junto con Julianne Clark, su compañera de entonces. Este país inmenso le era familiar desde sus primeros años que transcurrieron en un ir y venir entre Argentina y Chile. Y era así porque fue el pensamiento y la creación surgidos aquí, a miles de kilómetros de nuestro país, los que moldearon sus propias ideas y, lo que es más importante aún, nutrieron su propia creación literaria. Desde muy temprano Rojas se maravilló con la riqueza y sólida estética de los textos de los grandes maestros rusos. Fueron pensadores rusos quienes le ayudaron a construir su postura política y tomar el camino del anarquismo desde su juventud, senda que no abandonó nunca, “por más que las circunstancias de la vida y de mi vida me hayan reducido al solitario trabajo de escritor” –como escribió hacia el final de su vida.
Hace solo unos días, antes de viajar a Moscú, tuve la suerte de conocer una serie de manuscritos de Manuel Rojas, apuntes sobre su viaje a estas tierras que escribió mientras recorría y se maravillaba con Moscú, Leningrado, Kiev, Yalta y otros lugares que visitó. Comparto con ustedes un fragmento de esos escritos inéditos y desconocidos hasta ahora: “En una comida que, en la noche del 24 de mayo de 1966, Máximo Pacheco, embajador de Chile en la Unión Soviética, nos ofreció en Moscú… cogido por la extrema emoción que se suscita en mí al improvisar un discurso al final de cualquier comida o almuerzo… dije, entre otras cosas, que algunos de mis predilectos dioses dormían su ultimo sueño en Rusia. Agregué que, sin embargo, todos mis héroes eran chilenos, pobres, rotosos, subdesarrollados, ladrones, borrachos o vagos, pero míos. Cada uno tiene sus héroes y sus dioses y desgraciado de aquél que no tenga ni los unos ni los otros. Al hablar de dioses me refería, por supuesto, a los hombres que, en una u otra forma, habían influido en mi formación moral y en mi formación política: entre estos últimos puedo nombrar, en primer lugar, a Kropotkin y Bakunin, en segundo lugar, a Lenin y Trotsky; de los otros, de aquellos que me enseñaron no sólo el valor artístico de la literatura sino también su valor moral, o sea, el sentido de lo humanista en la literatura, debo decir que son muchos más, aunque los más valiosos sean Tolstoi, Gorki, Dostoyevski, Chejov, Andriev, Averchenko, Gogol, Kuprin y otros.
Todo esto quiere decir que la Unión Soviética, la vieja Rusia, no era para mí un país indiferente, un país que no despertaba en mí ningún eco, en donde nunca había vivido nadie que me interesara o a quien yo amara o venerara, no, al contrario, muchos hombres sobresalientes, ‘hombres islas’, ‘hombres montañas’, habían nacido, vivido, sufrido y muerto allí y todos esos hombres eran para mí seres venerados, adorados algunos, verdaderos dioses de mi juventud y de mi vejez. La Unión Soviética, además, era el país en donde había ocurrido la primera revolución social”.
Viaje a los orígenes
Entonces, más que una primera experiencia sensible, aquel viaje fue un re encuentro. Un regreso a los orígenes de su vocación de escritor y a una renovación de sus ideales para alcanzar algún día lo que él denominó una sociedad “basada en el amor y en el trabajo”. Manuel Rojas tenía 21 años cuando Lenin encabeza la Revolución de Octubre, que surge, para él y para muchos, como el proyecto que haría posible que los trabajadores gobernaran su destino, alcanzaran la libertad y fundaran una sociedad más justa para unos y otros. A la par, desde su adolescencia, el ideal libertario del anarquismo ya había hecho lo suyo en el joven Manuel que comenzaba su incursión literaria con encendidos y apasionados escritos en periódicos anarquistas de Chile y Argentina. Esas fueron sus primeras armas de lucha. En los años sesenta adhirió con esperanzado entusiasmo a la revolución de Cuba y apreciaba la palabra de Fidel Castro como el mensaje que debían oír y hacer suyo todos los pueblos de Latinoamérica.
En 1951 Manuel Rojas irrumpe en la literatura de Chile y de otras latitudes, con una gran novela bajo el brazo: Hijo de ladrón. Alejada de la Academia, desafiando influencias naturalistas imperantes, esta novela habla de seres y lugares hasta ese momento ausentes en la narrativa. En el contenido, pero principalmente en la forma, Rojas presenta una historia nueva que, en gran parte, es su propia historia. Es el destino de los marginados, pero no un oráculo fatal. Son seres que luchan por lo que aspiran. Héroes, o antihéroes, que son muchas veces derrotados, pero que no se rinden y buscan la mano solidaria del otro. Dice Rojas: “…dame tiempo para mirar y quédate contando tu mercadería; dame tiempo para sentir y continúa con tu discurso; dame tiempo para escuchar y sigue leyendo las noticias del diario; dame tiempo para gozar del cielo, del mar y del viento… Si además de tiempo me das espacio, o por lo menos, no me lo quitas, tanto mejor: así podré mirar más lejos, caminar más allá de lo que pensaba…”. Esa es la demanda de casi todos los personajes de Rojas que, insisto, no solo piden sino que también luchan por superar el estado de las cosas.
Numerosos son los estudios que ha merecido Hijo de ladrón y que coinciden en que su aparición, fue un remezón similar a los sacudones telúricos que acostumbramos a sufrir en nuestro Chile. Para repasar algunas de esas virtudes me parece apropiado referirme aquí al magnífico prólogo de esta edición, escrito por el profesor Zacharij Plavskin, quien propone un lúcido ensayo sobre la novela. Plavskin ubica a Hijo de ladrón en la tradición de la picaresca originada en el siglo XVI, sin embargo se apura en distinguir sus diferencias. Su protagonista, arrojado a la vida desde muy pequeño, no es un “lazarillo de Tormes” que va aprendiendo cómo sobrevivir en la maldad de su entorno, siendo igual de malo y rufián. No, Aniceto actúa por oposición, aparentemente ingenua, entrando en conflicto con el Estado, con la sociedad de pequeños burgueses satisfechos y con el mercantilismo autocomplaciente. Y su actitud se fortalece porque Aniceto Hevia –Manuel Rojas– cree en que el hombre con y junto al hombre son la única posibilidad de humanizar y lograr una sociedad mejor: “los funcionarios creen en los papeles, y las personas creen en las personas” señala Plavskin. Y es así como se aleja de la picaresca y también de la novela existencialista del siglo XX donde la soledad enajenada era la esencia y destino de la condición humana. Aniceto cree en la bondad, en la ayuda mutua, y la experimenta con el vagabundo de las tortugas, con Cristián y El Filósofo, todos seres que encuentra en su camino.
Pero la ruptura de la novela no solo fue por los temas que trataba y los personajes que traía sino en cómo los trataba y presentaba. Aquí están el monólogo interior, la exploración sicológica de los personajes, el transcurso no lineal del tiempo, y que es la primera declaración que hace el autor al inicio de la novela. Un modo de narrar que altera la secuencia cronológica de la historia, consecuente con la propia forma de recordar de Rojas y no una simple búsqueda estilística para atrapar fácilmente a los lectores. Este natural modo de contar del autor, no es solo una secuencia episódica articulada por la figura del protagonista sino una serie de planos temporales, de relaciones complejas que le permiten a Rojas profundizar en los personajes en una suerte de relato dentro de otro relato, al modo de cajas chinas, o más apropiado aquí, al modo de coloridas matrioskas.
Canto del ruiseñor
Finalmente quiero volver a los apuntes de viaje que citara al comienzo. Paseando por los jardines de una residencia para escritores en Kiev, Manuel Rojas, amante y conocedor de las aves, se propuso escuchar el canto del ruiseñor. Pidió silencio a sus acompañantes y que permanecieran inmóviles, esperando ese ansiado momento. Atento y apoyado en una cerca junto a su mujer Julianne, quien le sostiene una de sus manos, en un acto de tierna complicidad y controlando juntos la contenida emoción, justo cuando parecía que el momento esperado no llegaría, el silencio se rompe con tres trinos, fuertes y profundos, de un ruiseñor oculto entre los arbustos. El canto del pájaro de los poetas y enamorados recompensaba el sigilo y la paciente espera. De esa sencilla experiencia Manuel Rojas señala: “Aquellos trinos permanecerán para siempre en mis oídos y creo que estarán allí hasta el final de mi vida y quizá más allá”. Esa fue siempre su actitud, en la vida y en su oficio de escritor.
El silencio y la paciencia en el trabajo para lograr un fruto maduro que se hace eterno y universal en el tiempo. Una mirada minuciosa y el constante perfeccionamiento de su oficio que nos dejó el ejemplo de una vida de esfuerzo, trabajada en los viñedos de Mendoza, en las altas cumbres de la cordillera, en un bote en la bahía nocturna de Valparaíso, en los talleres de alguna imprenta clandestina o en un teatro pobre de la provincia. En todos esos lugares y oficios Manuel Rojas se fue construyendo, tejiendo su vida “serenamente, sin soberbia ni orgullo”, como dice el verso de uno de sus poemas. Y nos dejó entonces una obra para todos, sencilla y profunda, donde mirar y mirarnos, donde poder encontrar respuestas a la intolerancia o a la discriminación y, sobre todo, donde volver a creer en el solidario trabajo de los hombres honrados, en la esperanza de que, a pesar de todo, el hombre puede ser bueno, en fin, creer de nuevo en la ética y humanidad de sus dioses dormidos en la sufrida y fértil tierra de Rusia.
ZACHARIJ PLAVSKIN / El hambre de vida de Manuel Rojas
Manuel Rojas (1896-1973), uno de los más notables escritores chilenos del siglo XX, publicó a lo largo de casi medio siglo cuentos, relatos, novelas, artículos, críticas y reseñas literarias y ensayos, conquistando un sólido reconocimiento no solo en Chile sino también mucho más allá de sus fronteras. Un lugar especial en la literatura chilena contemporánea –y más ampliamente, en la latinoamericana– lo ocupa su novela Hijo de ladrón, obra que retomó de una singular manera las tradiciones de la novela española llamada picaresca.
En 1554 apareció en España una breve novela titulada «El lazarillo de Tormes», sus fortunas y adversidades. El autor de esta obra, que optó por quedar en el anonimato, puso en boca de su ingenuo héroe el relato de cómo, antes de haber cumplido los ocho años de edad, este fue arrojado al remolino de la vida y de cómo –chapoteando entre las turbulentas olas del mar de la existencia– poco a poco fue adquiriendo astucia e inventiva, aprendiendo todas las sutilezas de la pillería, logrando, por último, encontrar un refugio tranquilo. Aquel libro fue destinado a tener una larga y gloriosa vida. Y no solo por el hecho de haber sido editado en España, una y otra vez en los siguientes cuatro siglos y tanto, traducido innumerables veces a muchos idiomas del mundo y generado una serie de imitaciones y continuaciones. Sino principalmente porque El lazarillo… dio comienzo al género de la novela picaresca, que jugó un papel significativo en la historia del establecimiento de la novela europea, cuyo desarrollo en los siglos XVII y XVIII se puede decir que estuvo marcado por una influencia quizás dominante de la picaresca española. Pero ya en el siglo XVIII, y sobre todo en el XIX, comenzaron a aparecer en Europa variedades cada vez más nuevas de la novela, y la picaresca paulatinamente fue desplazándose a un segundo plano. No es difícil comprender las razones de esto: el interés de los artistas comenzó a ser atraído, con cada vez mayor frecuencia, hacia la familia como célula social básica, cuya investigación anatómica permitió descubrir las leyes más profundas que mueven los resortes y los conflictos trágicos que caracterizan a la sociedad. Para semejante indagación de la realidad, la novela picaresca resultó ser un instrumento menos útil, con su héroe arrancado de las tradiciones familiares y que vagaba por las ciudades y los pueblos de su país natal. Así, la vieja picaresca fue reemplazada casi por completo en el escenario literario por la novela socio-familiar y socio-psicológica de Balzac, Dickens, Zola, Tolstoi y Dostoievski, entre otros.
Sin embargo, en tiempos más cercanos a los nuestros, escritores de muchos países han vuelto tan a menudo a las tradiciones de la picaresca que difícilmente alguien se atreve a negar la vitalidad de dicho género.
Su renacimiento tuvo bases sustanciales. En particular, una de las razones para que muchos prosistas contemporáneos recurrieran a las tradiciones de la picaresca, a su esquema habitual de composición, fue que esta vertiente posee una composición “abierta” y se construye como una serie de episodios unidos entre sí solo por la figura del protagonista-narrador. Eso permitía a los autores clásicos de la picaresca utilizar la narración para recrear un amplio panorama social de la vida, introduciendo en la acción a personajes de los más diversos estratos sociales. Esto mismo permite hoy a los escritores que recurren a la estructura acostumbrada de la novela picaresca a abrir en profundidad y desde distintas perspectivas el conflicto del ser humano con la sociedad que se le opone y le es hostil. Obviamente, no es que los narradores del siglo XX hayan copiado los modelos clásicos. Un artista talentoso no reproduce la tradición, sino que la transforma y la enriquece. Y la obra Hijo de ladrón, publicada en 1951, demuestra a la perfección los resultados a los cuales puede llegar un escritor contemporáneo talentoso, que domine de manera creativa algunos métodos y principios de la narración picaresca.
En efecto, esta novela de Manuel Rojas está construida según el esquema tradicional de la picaresca española. Si ordenamos los sucesos que se exponen en este libro en estricta secuencia cronológica, ante nuestros ojos aparecerá el relato de la vida de un “Lazarillo” contemporáneo –Aniceto Hevia–, con todas sus fortunas y adversidades. En efecto, Aniceto, tal como sus lejanos antepasados de la picaresca, se ve obligado, siendo prácticamente un niño, a abandonar el hogar paterno (tras la muerte de la madre y el arresto del padre) y en sus recorridos por Argentina y Chile se va encontrando con los personajes más diversos. Sin embargo, Manuel Rojas modifica sustancialmente el esquema tradicional de la narración picaresca. Por eso, cuando hablábamos de las similitudes entre la novela del autor chileno y la picaresca clásica poníamos un condicional: “Si ordenamos los sucesos que se exponen en este libro en estricta secuencia cronológica…” Pero resulta que en la novela esa secuencia de acontecimientos se encuentra bruscamente alterada. El lector se topará a cada momento con movimientos y saltos en el tiempo: es como si el autor literalmente hubiera roto el hilo narrativo en muchos pedacitos, y luego los haya atado nuevamente, disponiéndolos en un orden a primera vista totalmente arbitrario. El resultado de esto es que el relato de Aniceto se desarrolla simultáneamente en varios planos temporales, y en lugar de relaciones de causa-efecto entre los hechos, características de una exposición cronológica lineal, surgen otras relaciones, más complejas y que esconden nuevas posibilidades creativas.
Los peldaños del tiempo
Estudiosos que han escrito sobre Hijo de ladrón han notado, con justa razón, que ese método es característico de muchos novelistas contemporáneos de Europa y Estados Unidos. Y de hecho en Rojas esta técnica evidencia antes que todo la contemporaneidad de su novela en lo formal. “Hay que dominar el tiempo –afirma él–, o escribirás como escribían los novelistas de hace cien años”. Pero ¿será esta la única razón para que aparezcan en su novela esos bruscos desplazamientos temporales?
Ya en las primeras líneas de la novela, Rojas advierte al lector de que será inútil en este caso buscarle lógica a la disposición de los diferentes tiempos. “La culpa es mía –escribe el narrador en nombre de Aniceto Hevia–: nunca he podido pensar como lo pudiera hacer un metro, línea tras línea, centímetro tras centímetro, hasta llegar a ciento o a mil; y mi memoria no es mucho mejor: salta de un hecho a otro y toma a veces los que aparecen primero, volviendo sobre sus pasos sólo cuando los otros, más perezosos o más densos, empiezan a surgir a su vez desde el fondo de la vida pasada”. Por tanto, de haber alguna lógica en este relato, es puramente subjetiva y casi no admite decodificación, parece querer decirnos el escritor. Pero, ¿y qué tal si no le creemos e intentamos de todos modos descubrir otra relación, mucho más fundamental, entre las distintas partes en que se estructura el libro?
Los saltos de un tiempo a otro están determinados en primer lugar por una relación asociativa del pasado con el presente. Por ejemplo, en el tercer capítulo de la primera parte Aniceto Hevia se dirige a un funcionario por un certificado que debe atestiguar que él, Aniceto, realmente nació en Argentina. El funcionario le niega el documento y le propone que escriba a sus parientes para que le envíen el certificado desde Argentina. El capítulo siguiente, el cuarto, arranca con estas palabras del protagonista: “¿Escribir? ¿A quién?”. Y esta pregunta perpleja motiva los recuerdos del joven héroe de la novela; sobre un plano se sobrepone otro. Las asociaciones de este tipo a menudo motivan y explican los cambios temporales en la novela.
Pero también existen relaciones internas mucho más complejas entre los diversos planos del tiempo. Es como si Aniceto fuera bajando sin prisa por la escalera de los recuerdos, por los peldaños de la memoria. El comienzo de la novela es el tiempo en que Aniceto inicia su relato, el tiempo lo más presente posible, tiempo del ahora mismo: Aniceto empieza la charla con cada lector en el preciso instante en que el lector abre el libro y sus ojos recorren las primeras líneas. El siguiente peldaño es tiempo presente solo con respecto a lo que ocurre dentro de la novela: Aniceto sale de la cárcel, enfermo y exhausto, parte hacia la costa, donde conoce al Filósofo y a Cristián, recolecta con ellos metal en la playa y con ellos también termina abandonando la no del todo acogedora ciudad de Valparaíso. Luego viene otro peldaño: Aniceto deambulando poco antes de su arresto por retenes policiales y consulados en busca del certificado. Finalmente, viene el último peldaño de este episodio, dedicado al tiempo en que el protagonista sale de Argentina y llega a Chile.
Luego viene el paso a un peldaño más arriba (tercer capítulo) y después de nuevo hacia abajo, ahora varios peldaños de una vez hacia su infancia. Este movimiento por la escalera de los recuerdos tiene su ritmo que se puede medir en forma estricta, como si fuera el ritmo de un movimiento pendular que se va extinguiendo. A medida que se desarrolla la narración, la amplitud de los saltos de un tiempo a otro va disminuyendo hasta que los movimientos se detienen del todo, y el lector junto con el héroe se reúnen nuevamente en el tiempo presente. La multiplicidad de planos temporales en esta narración resulta ser en Rojas, tal como en muchos novelistas del siglo XX, no solo una especie de moda que entró firme en la prosa de nuestra centuria, sino también un método para profundizar la caracterización del personaje y de la realidad que lo rodea, y para ilustrarlo con más volumen y desde más perspectivas.
A ese mismo fin responde la técnica del relato dentro de otro relato: en la narración se incrustan los relatos de aquellos con quienes Aniceto se va topando en sus andanzas. Así ocurre con el relato del ladrón viejo sobre el inspector policial Victoriano, una suerte de cuento corto sobre cómo el inspector, tras descubrir inesperadamente para sí mismo que “los ladrones también eran hombres”, hizo con ellos un trato mutuamente conveniente; así pasa con los relatos del amigo de Aniceto; así sucede con el relato al final del libro de Alfonso Echeverría, apodado El Filósofo. Y si seguimos comparando la novela con una escalera de recuerdos, esas inserciones narrativas debiésemos equipararlas con los descansos de las escaleras, donde uno puede detenerse para recuperar el aliento y mirar a los lados. De este modo esos relatos llegan a ser unidades rítmicas fundamentales de la novela. A todo esto, tales inserciones no son extrañas en las obras tardías de la picaresca española.
De la naturaleza social al aprendizaje espiritual
El esquema narrativo tradicional de la picaresca, aunque se exhibe aquí de una manera bastante distinta, de todas maneras está presente y le permite al autor crear un amplio panorama de la vida social de Chile.
Manuel Rojas comenzó a trabajar en la novela Hijo de ladrón en 1936, la terminó ya en 1950 y la publicó en 1951. Para Chile eran años difíciles, marcados por bruscos giros en los destinos del país. El principal conflicto que determina todo el desarrollo de la acción en la novela es el irreconciliable conflicto entre el ser humano y la sociedad o, lo que desde el punto de vista de Rojas es casi lo mismo, el conflicto entre el ser humano y la ley. En la picaresca española tardía ese conflicto “ser humano – ley” se interpretaba como la lucha del pícaro contra el mundo en general, como una manifestación de la “guerra de todos contra todos”. Pero Rojas no admite dicha explicación. Para él, el sentido de ese conflicto consiste antes que todo en el choque del individuo con el Estado de mercachifles, con la sociedad de pequeñoburgueses satisfechos y propietarios complacientes.
El conflicto se traslada a cada rato desde el plano social al filosófico: el conflicto “ser humano – ley” es desplazado y acentuado por el conflicto “ser humano – universo”, o bien, “ser humano – naturaleza”.
No son frecuentes en las páginas de esta obra las descripciones de la naturaleza: alguien enfermo, hambriento y humillado no está para admirar la belleza de los paisajes. La naturaleza, para alguien desdichado, resulta ser no solo un tanto indiferente sino que por momentos una fuerza activamente hostil, que agudiza el sentimiento de soledad y lo hace desesperado e infinito. Alguna vez Aniceto trabajó en la cordillera, en la construcción del ferrocarril trasandino. Y aunque la nieve no es un milagro tan grande en Argentina, donde pasaron la infancia y adolescencia del protagonista, fue solo aquí, en la montaña, donde se encontró por primera vez con esta: “…en verdad, no era la nieve lo que me impresionaba, sino la sensación de soledad que me produjo, no soledad de la nieve, de las rocas, del río o de las montañas, sino soledad de mí mismo entre la nieve, las rocas, el río y las montañas; aislamiento, reducción de mi personalidad hasta un mínimo impresionante; me parecía que los lazos que hasta ese momento me unían al paisaje o al lugar en que me encontraba y me había encontrado antes, en todas partes, lazos de color, de movimiento, de fricción, de espacio, de tiempo, desaparecían dejándome abandonado en medio de una blancura sin límites y sin referencias, en la que todo se alejaba o se aislaba a su vez”.
Y solo algunas veces la naturaleza se convierte en símbolo (¿o en el fantasma?) de la libertad. Esto ocurre cuando Aniceto ya está alimentado –aunque sea malamente–, tiene dónde pasar las noches –aunque sea un refugio mísero y sucio–, hay amigos fieles junto a él –aunque la palabra “amistad” jamás salga de sus bocas ni se aparezca entre sus pensamientos–; es decir, cuando Aniceto, por fin, no tiene para qué apurarse tanto y puede mirar –simplemente mirar– el mar: “El mar estaba ahora muy azul, brillantemente azul y muy solitario; ni botes, ni barcos; solo pájaros…” Es el mar que además lo alimenta a él y a sus compañeros arrojando trocitos de metal que ellos recogen y venden; los alimenta igual que a los pájaros, a los pescadores y marineros. Y entonces por un instante le llega la sensación de felicidad y libertad, ¡pues existe la libertad y existe la felicidad! Y en esos minutos Aniceto, un joven enfermo y descreído de todo y de todos, es capaz de lanzarles mentalmente palabras de desprecio a los mercachifles para los que es inalcanzable esta hermosa aunque pasajera sensación de felicidad: “Tal vez sea difícil explicarlo y quizá si más difícil comprenderlo, pero así era y así es: dame tiempo para mirar y quédate contando tu mercadería; dame tiempo para sentir y continúa con tu discurso; dame tiempo para escuchar y sigue leyendo las noticias del diario; dame tiempo para gozar del cielo, del mar y del viento y prosigue vendiendo tus quesos o tus preservativos; dame tiempo para vivir y muérete contando tu mercadería (…) Si además de tiempo me das espacio, o, por lo menos, no me lo quitas, tanto mejor: así podré mirar más lejos, caminar más allá de lo que pensaba…”
Aquí ya es del todo evidente que el plano filosófico no solo ensombrece la problemática social de la novela, sino que al mismo tiempo se llena también de un profundo sentido social. Solo para el comerciante es completamente inaccesible la comprensión de la belleza en general, y la de la naturaleza en particular. El conflicto no es realmente entre el ser humano y el universo, sino entre el mundo de las relaciones basadas en la propiedad –encarnado por el comerciante– y la naturaleza. Y aunque a un desdichado la naturaleza le resulte hostil, en algunos escasos instantes esta se le presenta en todo su esplendor primigenio, y ello le trae un sentimiento de felicidad.
Pero para que despertase ese sentimiento de dicha al sentirse fusionado con la naturaleza, fue necesario que aquí, en la orilla del océano, un ser humano ofreciera su mano a otro que estaba en desgracia. Es en las relaciones entre las personas donde Manuel Rojas ve una fuente de luz y esperanza que ilumine el camino de la humanidad: los funcionarios creen en los papeles, y las personas, en las personas. A la lucha de partidos políticos, que a Rojas se le figuraba como una mera lucha de ambiciones, o lucha por el poder, el escritor chileno contrapone la idea de la solidaridad, de la necesidad de educar en el ser humano la tendencia hacia el bien.
Precisamente esto es lo que más distingue la novela de Rojas de la picaresca clásica. Desde los tiempos de Lazarillo la novela picaresca era ideada habitualmente como una suerte de “novela de educación” del protagonista, cuya “escuela” era la vida misma. Pero en realidad, la picaresca se presentaba más bien como “educativa” al revés: el único resultado con el que el pícaro salía de la escuela de la vida era su conversión en un tramposo hecho y derecho, que terminaba por ende aceptando la abominable realidad. En cambio, la novela de Rojas es educativa en el sentido pleno, elevado del término.
Tal como los héroes de la picaresca, Aniceto Hevia es lanzado siendo casi un niño al abismo de la vida. Pero quizás esta es la única semejanza del protagonista de esta novela con el pícaro. Aniceto es un personaje con una estructura psíquica distinta de la de sus antepasados literarios. Y lo principal que destaca en él su autor es su capacidad de estar abierto a todo lo luminoso, puro, auténticamente humano. Es ingenuo e inocente, pero su ingenuidad proviene de un rechazo orgánico hacia todas las relaciones falsas, mentirosas, contrarias al sentido común que imperan a su alrededor. Su alma está abierta a la poesía, una poesía modesta que se oculta en los hechos, a primera vista, más cotidianos: la sonrisa de una mujer, el vuelo de una gaviota, incluso la pintura blanca de un marco de ventana. Esta disposición del alma de este héroe determina la presencia de un lirismo que traspasa toda la obra. Un lirismo contenido, severo, a menudo apenas perceptible entre las descripciones implacablemente veraces o irónicamente pícaras de todo lo que vieron los penetrantes, bien abiertos ojos de Aniceto.
El lirismo, lo poético, encuentran su encarnación en el singular ritmo de la prosa de Hijo de ladrón, extraordinariamente cercano al ritmo musical. Se trata de una de las características más destacadas en el estilo de esta novela, que la hace resaltar no solo entre las otras obras de este autor, sino en la literatura latinoamericana en general.
El ritmo musical se siente con la mayor nitidez en las numerosas digresiones lírico-filosóficas del narrador. En ellas no es difícil descubrir un paralelo estructural con los juicios moralizantes del héroe pícaro de la picaresca. Rojas, tal como los autores de las novelas de pícaro, mediante esas reflexiones filosófico-morales no solo efectúa un juicio a la sociedad, sino además puede hacer una generalización filosófica para sus observaciones particulares. En este sentido son especialmente significativas las reflexiones acerca del tiempo y del dolor.
Los pícaros, protagonistas de las novelas picarescas, se mantienen como pueden en la superficie del mar de lo cotidiano y arriban a buen puerto solo después de haberse embarrado de pies a cabeza en la mugre humana, y habiendo dejado incluso de notar esa mugre en ellos mismos y en los demás. Aniceto, en cambio, cada vez que sus fuerzas parecen acabarse y su fin parece inevitable, recibe de alguien una mano de ayuda, y ello reafirma su fe en el ser humano. Esto es lo que aleja a Hijo de ladrón no solo de la vieja picaresca sino también de las novelas existencialistas del siglo XX.
Más acá del existencialismo
Sin duda, con esta obra Manuel Rojas entra en una polémica abierta con la concepción existencialista del mundo. Al hacerlo no solo rechaza la idea de la enajenación y la soledad como los fundamentos eternos e invencibles de la sociedad humana. También adquieren para él otro radical significado conceptos tales como el amor, la compasión y otros tantos que para los existencialistas solo eran una forma ilusoria de superar la soledad a la que el ser humano estaría fatalmente condenado. A través de la bondad, la compasión, la ayuda mutua, la solidaridad, Aniceto encuentra la llegada hacia otras personas. El solitario “yo” se convierte en el indisoluble “nosotros”. Ese es el resultado hacia el cual caminó Aniceto durante toda su vida.
Su padre era ladrón, pero al mismo tiempo era un excelente hombre de familia, un bondadoso y protector esposo y padre; Aniceto creció en una familia “normal y bastante decente”. Durante mucho tiempo él y sus hermanos ni siquiera sospechaban cuál era la “profesión” de su padre, pero cuando la supieron siguieron queriéndolo como antes y quizás lo quisieron aun más: “No estaba orgulloso de ello, pero tampoco me sentía apesadumbrado: era mi padre y lo adoraba y quizá si, inconscientemente, lo adoraba más porque era ladrón, no porque su oficio me entusiasmara –al revés, porque a veces me dolía–, no que lo fuese, sino las consecuencias que el hecho solía producir”.
En consecuencia, Aniceto conoció la soledad y la carencia solo cuando murió su madre, el ángel guardián de ese hogar; el padre fue encarcelado y los hermanos se repartieron cada cual adonde pudo. “No era nada para nadie, nadie me esperaba o me conocía en alguna parte y debía aceptar o rechazar lo que me cayera en suerte…”, reflexiona amargamente el joven protagonista. Pero al partir “a correr el mundo” el muchacho no solo conoció el abandono y la falta de refugio, no solo la humillación y el dolor; al mismo tiempo se convenció por experiencia propia de que la vida también regala luz, el sol, la esperanza. Prácticamente en cada vuelta de su duro camino Aniceto encontró el apoyo de un amigo que aparecía quién sabe de dónde. El peón Vicente cuando lo invitó a la cosecha del maíz; el maestro que le enseña su oficio en Mendoza; luego el vagabundo con anteojos; por último, El Filósofo y Cristián.
La historia de Aniceto, El Filósofo y Cristián se desarrolla en la novela en un primer plano, lo que quizás se debe a que precisamente esta historia es la que encierra las ideas que más importan al autor. Su protagonista es Alfonso Echeverría, El Filósofo, que en un rapto de confianza le dice a Aniceto: “Siempre he procurado dar, en cierto sentido, en el sentido de las relaciones mentales humanas, más de lo que posiblemente puedo recibir; me gusta sacar algo de los demás, aunque muchas veces ese algo no valga la pena de tener ojos ni oídos. No lo hago por presunción o por curiosidad; es por naturaleza: me gusta escarbar en el hombre”. Así es este hombre trabajador, que mira al mundo y a las personas con amabilidad. Aniceto lo sintió de inmediato, apenas se dieron una mirada, y solo con darle una mirada El Filósofo también lo vio y reconoció como a un ser humano. Con esa mirada empieza todo: poco rato después de conocerse Aniceto recorría con ellos la playa buscando en la arena trocitos de metal arrojados por el mar, para venderlos por unas pocas monedas; luego se iría con sus nuevos conocidos al restorán El Porvenir, hasta establecerse en la pieza donde ellos dormían. Y desde el primer momento también, como dice El Filósofo irónicamente, “sin querer y en contra de su voluntad”, Aniceto queda “incorporado a la razón social Filósofo-Cristián”.
Un esfuerzo mucho mayor debió hacer Aniceto para penetrar en el alma de Cristián, un hombre de vida quebrada y alma mutilada, endurecido y descreído de las personas. Un hombre que en su infancia no tuvo familia; no conoció el cariño y ni siquiera tuvo de alguien una mirada de compasión. Hambre, robos, golpes, cárcel. Luego la liberación, de nuevo el hambre, intentos de robar algo, de nuevo la comisaría, otra vez la cárcel. Un círculo vicioso del que tal vez jamás habría salido –porque no se lo permitía ese sentimiento monstruosamente tergiversado, aunque no del todo extinguido, de dignidad y de protesta humana– de no ser por Alfonso, quien notó a ese ser desvalido y lo incorporó también a su “razón social”. La lucha por el alma de Cristián continúa cuando se les une Aniceto, y con El Filósofo deciden partir en busca de un trabajo mejor. Y después de enormes y tormentosas vacilaciones, Cristián decide sumarse a sus dos compañeros: “Cuando se nos juntó, reanudamos la marcha”.
Con esas palabras Rojas termina su novela. Los retratos de Cristián, El Filósofo, Pedro el Mulato y muchos otros, y por supuesto el del propio Aniceto, testifican una aguda maestría psicológica del escritor. Como acertadamente señalaba otro escritor chileno, Fernando Alegría, en su libro Las fronteras del realismo, Manuel Rojas indaga tan a fondo y con tanto rigor hasta las menores sutilezas y matices de los sentimientos, que eso hace recordar el trabajo de los buscadores de oro. Alegría afirmaba también con justa razón que Hijo de ladrón es una obra culmine, que sintetiza todo lo logrado por Rojas a lo largo de su trayectoria literaria anterior a este libro.
Hacia lo universal
La idea de Alegría es posible de ampliar o precisar: la novela de Rojas no solo es culminación, también es presagio. No solo es el resultado final de las búsquedas creativas de Rojas como escritor, también lo fue para algo esencial en su vida, al convertirse en un hito fundamental no solo en su trayectoria sino también en la historia de la literatura chilena. En 1969, al responder preguntas de un grupo de lectores, Rojas comentaba que sus personajes son “bastante reales”. Esto no significa, por supuesto, que él se haya encontrado literalmente con Aniceto, Cristián y demás personajes. Significa que de esa manera el escritor buscaba subrayar que tanto las imágenes como los principales conflictos de su obra eran resultado de sus observaciones directas, así como, a veces, de una racionalización de lo vivido personalmente. En particular, la figura de Aniceto contiene mucho de autobiográfico.
Tal como su personaje, Manuel Rojas nació en Buenos Aires, Argentina, donde en aquella época vivían sus padres, de nacionalidad chilena. Tal como Aniceto, el escritor fue obligado a dejar la escuela sin terminarla y partió “al mundo”, desempeñando múltiples oficios: pintor, carpintero, obrero; cruzó la cordillera a pie, donde casi muere bajo la nieve; fue guardia nocturno en el puerto de Valparaíso, tipógrafo, utilero de teatro. Las dificultades cotidianas, la vida nómade, la búsqueda de sustento para vivir continuaron para Rojas bastante tiempo después de que se acercara a la actividad literaria, en los años veinte. El escritor le heredó a su personaje algunas de las profesiones que le tocó aprender, y junto con ello trasladó a la novela algunos episodios de su vida, descritos también en su libro de memorias Imágenes de infancia (por ejemplo, el relato sobre cómo Aniceto se hizo aficionado a la lectura, descrito en el primer capítulo de la última parte de Hijo de ladrón). Las observaciones de la vida propia se juntan con la observación de los destinos de decenas y hasta cientos de otros adolescentes desdichados iguales a Aniceto. También es testimonio de esto toda la obra anterior de Rojas, donde se aprecia el surgimiento de los principales temas, imágenes y motivos de Hijo de ladrón.
Rojas no había cumplido aún los diecisiete años cuando se convirtió en colaborador permanente del diario La Batalla, editado por anarquistas chilenos, y al mismo tiempo en corresponsal de su análogo argentino La Protesta. En esa misma época conoció al joven poeta José Domingo Gómez Rojas, que algunos años después fue encarcelado por su actividad revolucionaria, cruelmente torturado y murió en el hospital de la cárcel. Fue él quien notó en Manuel Rojas un talento literario inusual y le aconsejó tomar en serio el trabajo de escritura. Gracias a su apoyo, un soneto de Rojas fue publicado en 1918 en una antología poética del entonces influyente Grupo de los Diez. Posteriormente Rojas continuó con la creación poética, publicando el volumen de poemas Tonada del transeúnte. Sin embargo, Manuel Rojas empezó a tener un verdadero reconocimiento a partir de 1922, cuando sus cuentos comenzaron a aparecer en diversas publicaciones periódicas y luego como libros.
En la época en que Rojas hacía ingreso a la literatura, la corriente literaria que dominaba la escena chilena era el realismo criollo. Sus representantes –Mariano Latorre, Rafael Maluenda, Federico Gana y otros– hicieron en su momento importantes contribuciones para que los literatos chilenos abordaran los temas nacionales, se abocaran a retratar la naturaleza chilena, las costumbres y la vida de los estratos más bajos de la sociedad, en especial del campesinado. No obstante, ya en los años veinte, cuando Rojas empezaba a publicar sus cuentos, quedaron en evidencia las limitaciones del criollismo: la predilección de sus adherentes por las descripciones naturalistas de la vida y la naturaleza venía acompañada por una incapacidad –o quizás una falta de deseos– de describir con algún grado de profundidad el mundo interior de los personajes, de alcanzar una comprensión universalmente humana del significado de cuestiones y problemas nacionales específicos.
Cuando los cuentos de Manuel Rojas comenzaron a aparecer en medios de prensa y luego en libros como Hombres del sur (1926), El delincuente (1929), Travesía (1934), o al salir su novela Lanchas en la bahía (1932), el joven autor fue igualmente adscrito –no sin dudas y vacilaciones– a la corriente del criollismo. Pero entre tanto en su obra ya aparecían varios rasgos que no cuadraban para nada con el realismo criollo, lo que de hecho explica su posterior ruptura con esa vertiente literaria. Y no se trata solo de la temática de sus cuentos, dedicados mayoritariamente a las vidas y peripecias de quienes habitaban en los bajos fondos urbanos. Había también algo en la manera misma de narrar que inquietaba y confundía a los “fieles” criollistas: el profundo lirismo de la prosa de Rojas –que tanto contrastaba con la premeditaba “objetividad” imperante entonces–, la atención privilegiada que le daba al mundo interior de los personajes, entre otras características. Pero por aquel entonces Rojas aún mantenía los vínculos con las tradiciones literarias del momento. “Entonces se podía pensar –señala Fernando Alegría– que Rojas escribiría toda su vida cuentos, hermosos cuentos durante toda su larga vida”.
Pero a mediados de los años treinta, de pronto, Manuel Rojas enmudeció. Solo por sus ensayos y trabajos de crítica literaria podía adivinarse que el escritor pasaba por un momento de angustiosa búsqueda creativa, que había llegado a una encrucijada. En su libro De la poesía a la revolución (1938), Rojas atosiga al lector con preguntas para las que probablemente ni él mismo tiene respuesta clara: “… ¿no resultan demasiados rotos y demasiados campesinos para un público tan escaso como el que poseemos los escritores chilenos? ¿No es cierto que se echa de menos algo que salga del campo, de las montañas y de la vida exterior de los hombres que viven en ese campo y en esas montañas, algo que no sea sólo un recuerdo de lo que se ha visto o vivido o imaginado alrededor de esos temas?”, etc., etc. Muchos coetáneos de Manuel Rojas no comprendieron en ese tiempo su inquietud y sus búsquedas. Pero la voz del artista preocupado por los destinos de la literatura nacional, y que exigía a sus hermanos de pluma nuevos caminos para la creación, fue escuchada y respaldada por los literatos más jóvenes, que estaban ingresando en la literatura y fueron agrupados posteriormente como la Generación del 38. Por eso la aparición de Hijo de ladrón fue considerada como la realización de los principios creativos de esa generación y como un quiebre con el realismo criollo. Volverse hacia la tradición de la novela picaresca fue para Rojas un medio por el cual logró superar las limitaciones del criollismo, creando una novela con significado “universal”.
Hambre de vida
Pero ahora, cuando hace tiempo que se calmaron los ánimos y amainó la tormenta de polémicas en torno a Hijo de ladrón, se puede destacar algo más todavía: lo que determinó lo innovador de la novela y abrió el camino a nuevas y más profundas formas de mostrar la realidad nacional, ya existía en estado embrionario en las primeras obras de Rojas. Así lo consideraba Fernando Alegría, para quien toda la obra de Manuel Rojas está atravesada por una misma imagen, que aparece y reaparece como en un sueño provocando casi siempre las mismas emociones. Se trata de la imagen de un adolescente, y junto a él la cárcel, algunas calles de Buenos Aires, la bahía y el puerto, algunos pescadores, muchos vagabundos y el hambre. Alegría se refiere aquí a un “hambre total”, que abarca el deseo de partir, el anhelo de comunicación, de cariño, las ansias de crecer… en suma, un “hambre de vida”.
Este tema del hambre de vida, fusionado desde entonces con la imagen de Aniceto, atraviesa también las obras posteriores de Manuel Rojas. En 1958 es publicada su novela Mejor que el vino. Nuevamente es un relato sobre Aniceto pero con una distancia de algunas décadas, el relato de cómo este héroe adquiere un verdadero sentimiento de amor a la mujer. Luego, en 1964 salió Sombras contra el muro, libro que cuenta las andanzas del personaje después de abandonar Valparaíso en compañía de El Filósofo y Cristián –hechos que anteceden, naturalmente, los narrados en Mejor que el vino– que, en términos de unidad narrativa, corresponde al cierre de la trilogía. En una conversación con el conocido crítico literario, profesor y escritor chileno Arturo Torres Rioseco, Manuel Rojas resumió que Hijo de ladrón es la infancia y juventud de Aniceto Hevia; Mejor que el vino, la experiencia amorosa, y Sombras contra el muro, la formación espiritual, social y política de su personalidad.
Hacia 1970 Rojas habría dado por terminado el borrador de su último libro sobre Aniceto, La oscura vida radiante. El escritor habría estado pensando en entregar su manuscrito a una editorial, pero no alcanzó a hacerlo. El texto se quedó sobre su escritorio, cuando el 11 de marzo de 1973 Manuel Rojas murió.